Las noticias e imágenes que han
dominado en los últimos meses nuestros medios de comunicación mostraban a
personas llegadas de otros lares, en situación precaria, que cruzaban tierra
española en su viaje a destinos europeos diversos. Eran migrantes en su mayoría.
El término ‘migrante’ ha visto incrementado su uso, aparentemente reemplazando
a ‘inmigrante’, incluso a ‘refugiado’, para referirse al colectivo citado. Pero
dicha sustitución solo es aparente, ya que el uso de ‘migrante’ está
justificado en la mayoría de los casos, al tratarse de personas en tránsito. Al
fin y al cabo, este término es genérico y hace referencia a toda
persona que inmigra y que emigra. Migrar significa trasladarse (a vivir) de un
lugar a otro: inmigrante el que viene, emigrante el que se va. Por lo tanto,
todo inmigrante es también emigrante y la población migrante se muestra, así,
doblemente sufridora: de los avatares ligados a la adaptación a un nuevo entorno y del dolor por dejar atrás sus
raíces. Resulta curioso que a los europeos que han emigrado de su país con la
intención de labrarse un futuro mejor se les considere ‘expatriados’ o
‘exiliados’, y no ‘migrantes’, cuando ellos también han tenido que aclimatarse,
en mayor o menor medida, en ese proceso de cambio. Quizá sea esa la razón,
entre otras, por la que el uso de la palabra ‘migrante’ resulta, para algunos,
deshumanizador y genera controversia: su utilización neutraliza el origen y el
destino de una persona en proceso de traslado y, por ende, sus raíces y su
futuro.
(Publicado en el suplemento Territorios de El Correo, el 29/09/18)
(Publicado en el suplemento Territorios de El Correo, el 29/09/18)