A vueltas con la cuestión de género:
si el femenino de amigo es amiga, el femenino de vampiro será vampira. Las
reglas gramaticales de formación del femenino así lo indican. Por tanto,
quienes se hayan animado a participar de la imperante tradición anglosajona en
estas fechas, o al menos así parecen dictarla nuestros centros comerciales, han
de saber que no es lo mismo disfrazarse de vampira que de vampiresa. Y eso que
en nuestro discurso utilizamos como expresiones sinónimas tanto vampira como
vampiresa, vampirina, mujer vampiro o incluso mujer vampira a pesar de la
redundancia. Frente a la creencia de parecerse a la versión femenina del chupasangre
más famoso, la vampiresa no es una mujer vampiro, al menos, no en castellano.
En inglés y francés, el término equivalente a vampiresa sí se recoge como el
espectro que vaga por la noche queriendo alimentarse de la sangre de un ser
humano. Al contrario, en nuestra lengua, se trata de una mujer muy ‘viva’, que
hace uso de su capacidad de seducción en beneficio propio. Algunos diccionarios
recogen los sinónimos de ‘tigresa’ o ‘femme fatale’ para este término. Si la
obra de Bran Stoker consolidó la idea del vampirismo en la literatura a través
de Drácula, veinticinco años antes lo haría Joseph Sheridan le Fanu con Carmilla, cuya protagonista era una
vampira que seducía a una joven. En esta obra se describían los juegos de
seducción que la protagonista ejercía sobre la joven, reivindicando así la
femineidad moderna y la diversidad de sexual. Era vampira, y también vampiresa.
(Publicado en el suplemento Territorios de El Correo, el 03/11/18)
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