Parlanchín, hablador, cotorra y
bocazas; fanfarrón, farsante y embaucador, también sacamuelas, curandero,
vendehúmos, tramposo e impostor. Todos estos adjetivos definen al charlatán. El
origen de esta palabra está en los ‘cerretanos’ («cerretanus» en latín vulgar),
conocidos comerciantes de la villa de Cerreto de Spoleto, en la región de
Umbría (Italia), quienes vendían sus ungüentos y remedios a los viajeros bajo
pregones lujosos y discursos detalladamente elaborados. Del cruce de esta
palabra latina con «ciarlare» (‘cotillear’) deriva la italiana «ciarlatano», la
cual ya define al curandero con dotes embaucadoras, y cuyo discurso falto de contenido
real solo servía para el lucro y el aprovechamiento personal. La RAE recoge
estas acepciones para el término ‘charlatán’: el que habla mucho y sin
sustancia, el hablador indiscreto, el embaucador y el vendedor ambulante que
anuncia a voces su mercancía. Si hubo charlatanes en Italia, también los hubo
en el Reino Unido, Francia y España, claro está. La palabra sin tilde se
utilizó en los países vecinos y con tilde en el nuestro. Pero hoy día ya no hay
vendedores ambulantes como los de antaño, y la palabra ‘charlatán’ ha adquirido
otros matices en nuestra lengua ─en inglés y en francés, curiosamente, no ha
seguido esta misma línea─. Hoy día, cualquiera que trata de invadir la
credulidad pública mediante el don de la palabra, cuando detrás de esta no hay
ni datos objetivos ni argumentos, o aquel que presume de habilidades que en
realidad no posee, es un charlatán.
(Publicado en el suplemento Territorios de El Correo, el 14/09/19)
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